Columna
: Heridas Abiertas
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Cualquiera sabe que las
leyes no siempre son justas. A lo largo de la historia
lo que ayer se consideraba un atentado contra las normas
establecidas hoy se considera obsoleto. Los esclavos
debían mantenerse en sujeción a sus amos, las mujeres
debían obedecer a sus maridos, incluso no tenían
derechos y libertades de las que se benefician en la
actualidad. Estos cambios en la sociedad y en las leyes
han costado sangre, sudor y lágrimas porque los que se
beneficiaban de poseer esclavos con toda legalidad y
los que han rebajado a la mujer al nivel de un trapo,
aprovechando su desprotección, no querían perder sus
privilegios mantenidos durante siglos.
Seguimos viendo cambios en
la sociedad pero hay algunos que se resisten a esta
transformación. Los que se oponen forman parte del
colectivo que José Ingenieros describió como el hombre
mediocre: “Apuntalan todas las doctrinas y prejuicios,
consolidados a través de siglos. Siguen el camino de las
menores resistencias, nadando a favor de toda corriente
y variando con ella; en su rodar aguas abajo no hay
mérito: es simple incapacidad de nadar aguas arriba.
Amoldan su corazón a los prejuicios y su inteligencia a
las rutinas: la domesticación les facilita la lucha por
la vida”. El hombre mediocre se cree libre pero es
esclavo de los prejuicios. Su visión del mundo que les
rodea y de las criaturas que en él habitan es miope,
impidiéndole ver —para su propio provecho— el derecho a
la vida de los que él considera inferiores, meros
objetos para saciar sus más arraigados instintos
violentos.
En España hay algunos
mediocres que defienden con pasión su derecho a
disfrutar de la tortura y asesinato de un becerro o de
un toro, amparándose en la tradición y en las leyes. En
su flotar aguas abajo se sienten atacados en su libertad
cuando alguien, que nada contra corriente, les descubre
sus miserias y lo injusto de estos festejos sangrientos,
por muy legal que hayan sido hasta ahora. Personalmente
no entiendo —y estoy en mi derecho de no entender— cómo
un trozo de tela roja y gualda está más protegida
legalmente que un mamífero, una criatura noble, con un
sistema nervioso similar al mío (y al del mediocre).
Puedo atravesar con una espada a un toro mientras otros
disfrutan viendo su agonía. Tengo derecho a recibir
dinero del Estado si me gano la vida celebrando esta
masacre, pero puedo recibir pena de cárcel si quemo un
símbolo nacional, que es al fin y al cabo, un trozo de
tela, un objeto material sin sentimientos. En
definitiva: tengo libertad para matar, pero no tengo
libertad para destruir un trapo.
“En los
pueblos domesticados llega un momento en que la virtud
parece un ultraje a las costumbres”.
En España —como pueblo domesticado que es— se considera
salir del rebaño, ser libre y luchar por los
desprotegidos —en esto caso los toros— como un ataque
antipatriota, como un insulto a la cultura. Pero somos
muchos los que damos más valor a la vida que a los
símbolos.
¿Qué pensarían nuestros
antepasados al ver que hoy el maltrato a la mujer está
condenado por ley? ¿Cómo reaccionarían si viesen a
mujeres en cargos de responsabilidad y de gobierno?
Afortunadamente, aunque hay quien se resiste, la
sociedad y las leyes cambian. No cabe duda de que lo que
hoy está protegido y subvencionado por las leyes
españolas, en un tiempo no muy lejano, dejará de ser
legal. Los taurinos “ignoran que cada esfuerzo de
dignidad consolida nuestra firmeza: cuanto más peligrosa
es la verdad que hoy decimos, tanto más fácil será
mañana pronunciar otras a voz en cuello”. Así lo
expresó José Ingenieros y así sucederá.
Los mediocres taurinos piden libertad
para matar a un toro y ¿para quemar una tela roja y
gualda?
Patriotismo es creer que tu país es superior a todos los
demás porque tú naciste allí.
George Bernard Shaw
Quien
no siente compasión no tiene derecho a existir
“El
dolor por el dolor ajeno es una constancia de estar
vivo”
Mario Benedetti
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