Los genios no existen
Un libro que causa furor
en Estados
Unidos
demuestra que el talento
no es tan importante
como se cree y que la
práctica es la clave del
éxito.
Mozart , antes de los seis años, ya había
ensayado más de 6.000 horas de piano. Picasso pasó miles de horas en
Andalucía dedicado a pintar y a cometer errores.
Si alguien pusiera en duda que Mozart fue un
genio, le dirían que está loco. Lo mismo si pusiera en entredicho la
genialidad de Picasso. En otras disciplinas la cosa funcionaría de
forma semejante. ¿A quién se le ocurriría decir que los Beatles no
fueron un grupo musical superdotado?
¿Quién creería que Bill Gates no
es un tipo con un cerebro superior? ¿O que Roger Federer y Venus y
Serena Williams no son tenistas de antología, como Tiger Woods en el
golf?
En fin. ¿No es lógico que personajes como ellos, que han
nacido con tanto talento, hayan alcanzado la excelencia?
Pues parece que no. El
tema es que el talento
no basta y que quienes
piensan que la
genialidad es asunto del
nacimiento se están
metiendo un cañazo
porque
el secreto para llegar a
los primeros lugares
reside en las horas de
práctica.
Así lo afirma un libro publicado
este año en Estados Unidos, que se ha convertido en un fenómeno de
ventas. Se titula Bounce - Mozart, Federer, Picasso, Beckham and the
Science of Success (Rebotar - Mozart, Federer, Picasso, Beckham y la
ciencia del éxito) y su autor es el británico Matthew Syed, un ex
campeón olímpico de tenis de mesa, graduado de la Universidad de
Oxford y columnista de la BBC y del diario londinense The Times.
Lo que hace Syed a
lo largo de las 312
páginas de Bounce es
corroborar la tesis que
expone al principio del
libro:
"Es la práctica, y no el
talento, lo que
verdaderamente importa".
Semejante
teoría viene a confirmar la de otro best seller hace cerca de dos
años: Outliers - The Story of Success (Fuera de serie - La historia
del éxito), de Malcolm Gladwell, un célebre periodista de The New
Yorker y antiguo reportero de ciencia de The Washington Post.
Syed y Gladwell basan sus libros en un experimento dirigido en 1991
por Anders Ericsson, un sicólogo de Florida State University. El
estudio tomó como muestra a tres grupos de jóvenes violinistas de la
Academia de Música de Berlín Oriental (hacía poco había caído el
Muro).
El primero era el de los más destacados, es decir, de los que
iban camino de volverse concertistas de renombre mundial. El
segundo, de los que pintaban para violinistas de sinfónica. Y el
tercero, de los que tenían su futuro como profesores de violín.
Todos habían empezado a tocar a la misma edad.
Terminada la investigación, lo que distinguía a los primeros es que
con 20 años de edad ensayaban más de 30 horas a la semana, con lo
cual ya habían acumulado en total unas 10.000 horas de práctica.
Cada uno de los segundos, en cambio, había ensayado 8.000 horas, y
los terceros apenas superaban las 4.000. Hasta ahí, todo bien.
Lo
curioso es que, tal y como anota Syed, "un aspecto increíble del
estudio de Ericsson es que no había una sola excepción". Eso
significa que ninguno de los violinistas del nivel más alto había
pasado menos de 10.000 horas ensayando. Punto.
Pero ¿y Mozart? ¿No
es esa la imbatible excepción a la regla planteada por Ericsson? Al
fin y al cabo, con menos de 10.000 horas de vida, el pequeño
Wolfgang no solo tocaba el piano sino que había compuesto piezas
musicales de categoría. Pero hay datos que matizan el asunto.
En
primer lugar, Mozart, antes de haber cumplido seis años, ya había
ensayado más de 3.500 horas de piano, aunque no de cualquier manera,
pues su padre, Leopold, era un músico prominente en Salzburgo y uno
de los mejores maestros de violín de Austria.
En segundo término, de
acuerdo con los expertos, según advierte Syed, "Wolfgang compuso sus
obras magistrales a partir de los 21 años y no antes", momento en el
cual ya había acumulado mucho más de 10.000 horas de práctica.
En la pintura, el
ejemplo de Picasso es parecido. Syed cita a Robert Weisberg, un
sicólogo de la norteamericana Temple University, cuya conclusión es
que el pequeño Pablo pasó miles de horas en su natal Andalucía y en
otras partes dedicado a pintar y a cometer errores, hasta que
alcanzó la cima.
El famosísimo Guernica, cuadro descomunal sobre el
bombardeo a esa población del País Vasco en 1937, reproduce dibujos
hechos 30 años antes. El resultado está a la vista: para muchos,
Picasso es el artista más influyente del siglo XX, y la semana
pasada, en Christie's de Nueva York, su pintura Desnudo, hojas
verdes y busto fue subastada por 106,5 millones de dólares. Un
récord.
Con Los Beatles
sucedió un fenómeno similar. Es cierto que, unidos, John Lennon,
Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr tenían enorme talento
y que en 1964, cuando aterrizaron en Nueva York, eran cuatro jóvenes
que enloquecieron a América.
Pero también es verdad que los tres
primeros habían comenzado a tocar siete años antes y que en 1960,
sin un peso en el bolsillo, viajaron a Hamburgo contratados para el
club de striptease Indra, donde, como recuerda Lennon, "dejamos
atrás las presentaciones de una hora de Liverpool a dar conciertos
de ocho horas". No había descanso. Tocaban los siete días a la
semana. Más tiempo de práctica, imposible.
Bill Gates, el fundador de Microsoft y uno de los tres hombres más
ricos del mundo, vivió una historia comparable. Según Gladwell, sus
padres lo matricularon en Lakeside, un colegio privado en Seattle
(California), donde en 1968 el Club de las Madres se gastó los
ahorros en un armatroste extrañísimo llamado computador.
Luego,
consiguieron que los estudiantes tuvieran acceso a otro aparato en
la Universidad de Washington. "Era mi obsesión —dice Gates—. Yo
capaba clase de Gimnasia y estaba allá siempre. Era rara la semana
en que no estuviéramos 30 horas a la semana. Hubo días en que llegué
a las tres de la mañana y salí por la noche".
En Bounce, Matthew
Syed comprueba además cómo Tiger Woods empezó a ver palos de golf
desde que era bebé, algo que le ocurrió a Roger Federer con el
tenis, y cómo antes del nacimiento de Venus Williams en 1980 y de su
hermana Serena en 1981, su padre decidió volverlas tenistas de
primer nivel.
No obstante, la más clara demostración de que la
teoría de Ericsson es cierta es la de un húngaro, Laszlo Polgar, que
tras contraer matrimonio en 1967 con su novia Klara anunció que iba
a trabajar sin tregua para que sus hijos fueran campeones de
ajedrez. La gente creyó que estaba loco, pero nada de eso. La
consecuencia deja a cualquiera con la boca abierta: sus tres hijas,
Susan, Sofía y Judit, han sido las tres mejores ajedrecistas de la
historia.
Pese a todo, la
práctica a la que se refiere Syed no es una cualquiera. Según él, la
excelencia solo se consigue cuando el entrenamiento sale de la
llamada 'zona de confort' y la persona busca superar su mejor marca.
Es lo que el autor denomina 'purposeful practice'
('práctica
decidida')
en la que no teme
cometer errores. Se
trata de algo que
anticipó el Nobel de
Literatura irlandés
Samuel Beckett cuando
dijo: "Sigue cometiendo
errores. La próxima vez
te equivocarás mejor.
Ser artista es atreverse
a fracasar".
Como quiera que
sea, con sus libros Matthew Syed y Malcolm Gladwell han puesto a
pensar nuevamente a medio mundo en dos frases célebres y muy
ciertas. La primera se les atribuye a Beethoven y a Edison: "El
genio es 10 por ciento de inspiración y 90 por ciento de
transpiración".
La segunda es del propio Picasso, que no hacía más
que pintar, y pintar y pintar: "Más te vale que, cuando te llegue la
inspiración, te pille trabajando".
http://www.semana.com/vida-moderna/articulo/los-genios-no-existen/116409-3
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