Tres de los expedicionarios que recorrieron la selva y los tepuyes
de este parque, reconstruyen cómo vivieron la fantástica travesía de
conocer uno de los lugares más inexplorados del planeta. Una
maravilla en el Amazonas.
Un mundo prehistórico
perdido en la Amazonía colombiana.
Cuando llegaron los primeros científicos colombianos a esta serranía
que se levanta desprevenida sobre la tupida selva amazónica, este
lugar ni siquiera estaba reseñado en el mapa.
Algunos habían oído los relatos de Richard Evans Schultes, el
botánico estadounidense que en los años cuarenta recorrió el río
Apaporis buscando las mejores especies de caucho para sacar a su
país de una crisis en plena Segunda Guerra Mundial.
Hablaba de raudales salvajes, de rituales de los sabios indígenas
karijonas, de plantas alucinógenas, tóxicas y medicinales. Y aunque
no llegó propiamente a Chiribiquete, sí alcanzó a divisar algunos
tepuyes de la zona norte.
Sería una tormenta la responsable del segundo y definitivo
descubrimiento. Fue a finales de 1987, cuando un viaje entre San
José del Guaviare y Araracuara llevó a Carlos Castaño, entonces
director de Parques Nacionales, a sobrevolar por casualidad estas
formaciones precámbricas (de hace dos mil millones de años). Tras
120 minutos de sobrevuelo, el funcionario quedó convencido de
incluir esta maravilla en el sistema de Parques Nacionales
Naturales.
Patricio von Hildebrand (atrás) y Argemiro
Cortés, en una de sus primeras expediciones.
Castaño regresó muy entusiasmado a Bogotá y organizó decenas de
sobre vuelos más para delimitar el parque y preparar las primeras
expediciones que constataron la magnitud del descubrimiento.
Estos recorridos permitieron apreciar uno de los tesoros mejor
guardados de esta reserva, miles de pictogramas –se cree que
hay más de 250 000– entre estas formaciones de menos de mil metros
de altitud.
Documentar y lograr la declaratoria de Parque Natural tardó dos
años. En septiembre de 1989 se oficializó y Chiribiquete se
convirtió en la reserva más grande del país: 1 280 000 hectáreas.
Una vez declarado el parque, había que explorarlo, reseñar e
investigar ese mundo que había estado perdido para los ojos de la
civilización. Un convenio de cooperación con el Jardín Botánico de
Madrid hizo posible, en 1991, que llegaran recursos para emprender
una campaña costosa, compleja y arriesgada.
Se hicieron tres expediciones por aire –cada una de dos o tres
meses– para llevar entre 25 y 30 personas de diferentes
disciplinas.
«No se imagina lo complejo que resulta garantizar la seguridad a
esas personas, abrir helipuertos, montar campamentos; el solo hecho
de tener un helicóptero disponible 24 horas era algo
extraordinario», dice Carlos Castaño, quien calcula que cada viaje
pudo costar unos 150 millones de pesos en aquella época.
Al bajar, en medio del asombro, aquellos expedicionarios comprobaron
que el lugar estaba prístino, virgen. «Los hombres que siglos atrás
llegaron aquí, lo hicieron con absoluto respeto y una gran
consideración por el ámbito sagrado que tenía el lugar para ellos»,
explica todavía emocionado Castaño.
El Estadio fue descubierto por Patricio von
Hildebrand en 1993. Esta maravillosa formación no figuraba ni en los
mapas.
Se refiere a los karijona, una tribu indígena que se supone extinta,
que habitaba estas selvas y que por algún motivo escogieron estas
mesetas como su sitio sagrado.
Las evidencias que recogieron Castaño y sus
investigadores revelan que estos abrigos rocosos hacen parte de un
culto solar de más de 20 000 años de antigüedad, quizá el más
importante del continente. Estudiarlos podrá ayudar a
resolver los enigmas de estos cazadores y recolectores.
Y
esa ha sido su obsesión en los últimos 20 años. Castaño dice que a
pesar de que no volvió a poner un pie en Chiribiquete, no ha dejado
de investigar.
Con el material recogido en aquellas expediciones y posteriores
sobre vuelos, tiene pendiente publicar los resultados de sus
estudios que, en su opinión, son tan valiosos que hay que esperar el
momento oportuno para revelarlos. Hay verdades que no se pueden
soltar así no más, explica.
Los expedicionarios
Gary Stiles, un ornitólogo estadounidense que llegó a Colombia hace
25 años y se quedó a vivir aquí por ser el país con mayor cantidad
de especies de aves en el mundo, hizo parte del grupo de científicos
del Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional que
llegó a Chiribiquete en el tercer y último viaje.
Estuvo allí casi 20 días a finales de 1992, en un campamento ubicado
en el centro de una meseta a 600 metros sobre el nivel del mar.
«Bajar de ahí era muy complicado. Son superficies de piedra y por la
erosión se producen cañones verticales; el riesgo es pisar mal y
caer en alguno de esos filos». La única manera de estudiar las
mesetas era llegando por aire.
Por aire. En 1991, Parques Nacionales, el
Jardín Botánico de Madrid y el Instituto de Ciencias Naturales
aterrizaron en los tepuyes.
Recuerda que el trabajo era arduo. Se levantaban a las cuatro de la
mañana a buscar aves; a las tres de la tarde paraban para pasar sus
apuntes y volvían a salir hasta que cayera la noche.
Lograron hacer un inventario relativamente completo de esa meseta:
identificaron más de 50 especies nuevas de fauna y flora que
publicaron en 1995. «Fue interesante encontrar plantas y aves que se
conocían más al noreste del continente. Chiribiquete es un pedacito
de Guyana en pleno Amazonas», explica.
De hecho él descubrió una especie nueva de colibrí –chlorostilbon
olivaresi o colibrí esmeralda de Chiribiquete– y dos subespecies de
otras aves, un copetón y un atrapamoscas.
CON SUS MANOS. Así construyeron los botes y
la estación Puerto Abeja, Patricio von Hildebrand y sus compañeros
de Puerto Rastrojo.
Las travesías
Y
mientras Carlos Castaño y su grupo de científicos, con el eminente
holandés Thomas van der Hammen a la cabeza, llegaban en helicóptero
a las mesetas de la parte norte del parque, Patricio von Hildebrand,
un biólogo de ascendencia alemana, decidió internarse en
Chiribiquete a pie, por la frontera sur.
Era la opción más difícil. Había que remontar los rápidos del río
Mesay y, según sabía, nadie lo había intentado. Pero eso lo animó
más.
Ya había creado en 1982 la fundación Puerto Rastrojo y, junto a su
hermano Martín, se habían metido en lo profundo de la Amazonía a
investigar comunidades indígenas, especies en vía de extinción y a
emprender una cruzada por la conservación.
Precisamente por aquellos días de 1991, Patricio estaba entregando
una estación al Inderena, en el recién creado parque Natural de
Carihuaní.
Allí empezó estudiando a las tortugas charapas –la más grande de
agua dulce– para lograr su conservación, y terminó ayudando a la
declaratoria de este parque de 575 000 hectáreas, en octubre de
1987.
LOS NARCOS también estuvieron en
Chiribiquete y dejaron su rastro en las pistas de Tranquilandia, que
fueron bombardeadas por la Policía.
Con ese espíritu de aventura emprendió un primer viaje de
reconocimiento que duró tres semanas. A final de año, en el verano,
emprendió una segunda aventura con las biólogas María Cristina
Peñuela y Natalia Hernández, y un indígena llamado Camilo Matapí.
Hicieron los primeros muestreos de plantas por el río Mesay en una
travesía de más de dos meses. Allí descubrieron los nombres de los
chorros y cascadas que aún permanecían en la memoria de algunos
indígenas andoques que habían conocido en Araracuara; otros lugares
tuvieron que bautizarlos ellos. No había huellas del paso de seres
humanos. Ni los jaguares les huían.
Comprobaron que era
cierta la leyenda indígena de que cada chorro tiene una boa que lo
cuida. Lo vivieron tratando de llegar al chorro de La Reina.
Para lograrlo tuvieron que sobrevivir a una odisea: pasar por el
chorro de Masaca, el de Guacamayos, el Rayador, el Hacha, el
Jacamiyá, el Jururú, el Jacamení. Cada tanto tenían que quitarse las
botas, bajarse del bote y echárselo al hombro con el motor, la
comida y el equipaje.
Cada día, Patricio se convencía de la necesidad de seguir
adentrándose más y más en aquella maravilla. Así se le ocurrió la
idea de montar una estación biológica.
SOLO EN VERANO se puede ingresar al parque
por la parte sur, por Araracuara. En invierno, los chorros crecen
tanto que es imposible cruzarlos.
En junio de 1992, salió en su tercera travesía buscando el mejor
sitio para construir una casa desde la cual se pudieran planear
expediciones científicas.
Al cabo de varias semanas lo encontró al sur del río Mesay, fuera
del parque. Era perfecto: estaba en una pequeña meseta rocosa, le
ofrecía un puerto que funcionaba en invierno y en verano, llegaba
agua por gravedad y tenía a menos de 500 metros quebradas de agua
cristalina y lechos de piedra que parecían una piscina.
Desde esa casa, que llamó Puerto Abeja y que construyó con sus
propias manos, ideó un sistema de investigaciones que funcionó
durante 10 años y que incluyó estudios de aves, plantas,
descomposición de materia orgánica, climatología, suelos e insectos.
Lo hizo en asocio con varias instituciones –entre ellas el Instituto
Humboldt– y con recursos de Holanda y la Unión Europea. A estas
alturas, von Hildebrand vivía allá nueve meses del año y salía en
expediciones remontando ríos y descubriendo esta tierra virgen.
MÁS DE 250 000 pictogramas se han encontrado en los tepuyes. Eran
sitios sagrados de los karijonas, allí llegaban solo los chamanes.
Y
cuando creyó haberlo visto todo, en el verano de 1993 hizo un
hallazgo que lo dejó con la boca abierta.
Salió con un indígena llamado Curupira y, cuando llevaban más de dos
meses andando, encontraron El Estadio, una increíble formación
rocosa de forma circular que no figuraba ni en los mapas.
Pero la escena más surrealista se abrió ante sus ojos cuando vio las
famosas pistas de aterrizaje de Tranquilandia. Eran 17 y
estaban bombardeadas.
«Ahí en medio de la nada aparecieron buldóceres, aplanadoras,
tractores, carros, timbos de plástico, tubería, tejas de zinc. Pablo
Escobar logró bajar helicópteros en los tepuyes, descargó maquinaria
y aplanó la piedra hasta convertirlos en pistas. Era increíble»,
recuerda.
SE CONOCEN 300 especies de aves, 72 de
escarabajos, 313 de mariposas, 7 de primates, tres de nutrias,
cuatro de felinos, 48 de murciélagos, ocho de roedores, dos de
delfines y 60 de peces.
Sus expediciones siguieron de manera ininterrumpida hasta el 27 de
septiembre de 2002, fecha que no olvidará nunca. Ese día Boris, el
comandante de las FARC con el que le tocó aprender a convivir desde
junio de 1999, le avisó que tendría que salir de allí. «Dijo que el
ejército entraría y no podían garantizarnos la seguridad. Nos fuimos
y a los ocho días descargaron 17 000 soldados. No hubo vuelos
durante casi un año».
Logró salvar el material de investigación, pero Puerto Abeja se
perdió entre la maleza. Lo pudo comprobar en sus siguientes viajes
en 2009 y 2010 para documentar la ampliación del parque. Lo mejor
fue descubrir que, a pesar del paso del tiempo, Chiribiquete sigue
intacto, perfecto. Ya no hay guerrilla y no han llegado los colonos.
No hay guardaparques; todavía lo cuidan las boas y los jaguares.